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La visión del horror
Por Luis M. Alonso (30 de abril, 2009)
Joseph Conrad bajó a los infiernos en «El corazón de las tinieblas», que cuenta con una nueva y cuidada edición
Para ver en la oscuridad hace falta haber sido antes víctima de la iluminación. En 1890, el capitán de la marina mercante Konrad Korzeniowski, de origen polaco y nacionalizado británico, decidió aceptar hacerse cargo de uno de los vapores de la Sociéte Anonyme Belge, que navegaban el río Congo entre Kinshasa y Stanley Falls. La compañía, con sede en Bruselas, formaba parte del entramado comercial de Leopoldo II, el monarca que llevó a cabo la explotación colonial más sangrienta que se recuerda y que produjo, como revelaría años después el historiador Adam Hochschild, el exterminio de entre cinco y ocho millones de congoleños, sólo en el período que va de 1885 a 1906.
El Congo fue el gran negocio privado de Leopoldo II, una finca equivalente en superficie a media Europa Occidental que le permitió amasar una fortuna a costa del sufrimiento humano y el saqueo de los recursos, antes de que el resto de los gobiernos europeos le obligasen a traspasarlo al estado belga. La Compañía obligaba a los nativos, mediante coacciones militares, a servirle al monarca el caucho, la resina de copal y el marfil. Por poner un ejemplo de las atrocidades cometidas, a quienes no rendían la cuota exigida les cortaban las manos.
En estas circunstancias, Korzeniowski -en el futuro, Joseph Conrad- fue nombrado capitán del Florida, cuyo predecesor, un tal Freisleben, había sido asesinado por nativos. En Kinshasa, los directivos de la compañía le informaron que, en vez de ocuparse del barco asignado, que se hallaba todavía en período de reparaciones, se enrolaría como segundo en otro steamer bajo las órdenes del capitán sueco, Ludwig Koch. El trabajo encomendado era recoger, río arriba, a un agente de la Compañía, Georges Klein, que se hallaba gravemente enfermo. Klein murió en el viaje de vuelta y Koch cayó aquejado de unas fiebres. Conrad tuvo que tomar el mando. Antes de concluir 1890, enfermo, cansado y horrorizado por su aventura africana, regresó a Europa.
Nueve años más tarde, aprovechando sus recuerdos, se puso a escribir El corazón de las tinieblas, un libro que a los lectores se les hace más largo de lo que realmente es, como recuerda el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, en el prólogo de la última y cuidada edición española de Mondadori, con traducción de Miguel Temprano García. Se trata, en cualquier caso, de una de las novelas cortas más densas que se han escrito, con páginas y párrafos que incitan a continuas reflexiones, de profundidad y belleza casi inagotables. De hecho, el relato breve inicial que Conrad había pensado publicar en un número especial de la revista Blackwood’s acabó alargándose dos entregas más. La cosa crecía al mismo tiempo que los tentáculos de la memoria se apoderaban de la narración. A Ford Madox Ford le escribió contándole que el relato de marras le tenía agarrado y que se agigantaba igual que el genio de la botella.
Lo que el capitán Korzeniowski contempló con sus propios ojos en el Congo era el horror, la trastienda siniestra de una supuesta misión civilizadora que ocultaba uno de los mayores crímenes perpetrados en nombre de la codicia. Por eso, al escritor no le costó ponerse en la piel del capitán Charlie Marlow, en su narración de planos superpuestos, ni compadecerse de Kurtz, trasunto de Klein, el agente de la factoría belga dedicada al marfil.
El corazón de las tinieblas es la contraposición del bien y el mal en una atmósfera enrarecida, torrentes de imágenes misteriosas y, sobre todo, la presencia insistente de una pesadilla. Y es, también, la terrible transformación que puede sufrir una persona ante esa terrorífica tormenta devastadora. De hecho, Marlow cuando se enfrenta nuevamente al dolor de informar sobre lo que ha ocurrido intentar consolar a la prometida de Kurtz mintiéndole, porque las últimas palabras pronunciadas por él no fueron su nombre, sino el eco que nos acompaña durante el relato: «¡Ah, el horror! ¡El horror!».
A Joseph Conrad le reprocharon en su día que no fuese lo suficiente explícito para desvelar la anomalía criminal del lugar que ni siquiera cita por su nombre -la palabra Congo no aparece en la novela-. Pero como él mismo dijo «la explicitud destruye toda ilusión». Bella reedición de Mondadori, con ilustraciones del pintor Tià Zanoguera, para una obra infinita.